lunes, 8 de agosto de 2011

EL PAN NUESTRO DE CADA DIA





Con un sonido particular de bocina estridente, llegaba todos los días a mi calle el panadero. Como si de un ritual ancestral se tratase, a la misma hora y en el mismo sitio, paraba para atender a las vecinas en su demanda diaria de pan. Era sonar esa bocina y todas salían a la calle con sus bolsas de tela a recoger el pan necesario para ese día entre charlas y algún que otro cotilleo de ámbito local que en la mayoría de las veces el mismo panadero era el encargado de transmitirlo por todo el pueblo.





Para mí significaba que la hora de comer se acercaba, pues por mi calle pasaba alrededor de la una del mediodía.
Ese olor a pan del día nos sacaba a mí y a mis amigos de esa monotonía de juegos en las que nos veíamos inmersos en los largos días de verano.
Yo dejaba mis juegos y me acercaba a la furgoneta, me sentía maravillado por el olor que salía de esas pequeñas ventanas de corredera laterales por donde cogía el pan, pero lo que más me gustaba eran los tapacubos plateados de las ruedas, de metal reluciente, donde me veía en un reflejo distorsionado que me hacía reír.
Lo especial de todo aquello era su duración limitada pues Carmelo continuaba con su reparto en una carrera contra el reloj y contra los clientes (el pan está muy crudo, está muy hecho, mañana te lo pago, toma chicharrones para que me hagas tortas, etc.) con su bolso de cuero en la cintura donde guardaba el dinero para el cambio se montaba y continuaba con su reparto.





Yo me quedaba mirando cómo se alejaba calle abajo y acto seguido iba detrás de mi madre para pedirle un trozo de pan, que siempre me daba, aunque a regañadientes, recordándome lo poco que faltaba para comer y lo poco que yo comía.
Los días de lluvia veía salir a mi madre a buscar el pan mientras me quedaba tras la puerta viendo a un chubasquero amarillo que metía el pan en las bolsas y unos tapacubos sin brillo y empañados que no me saludaban con su mueca deforme.





Las vísperas de Semana Santa la furgoneta de reparto tomaba un aroma diferente al del resto del año pues se llenaba del olor a matalahúva de los bollos de pascua y tras las ventanas se veía el pan para las torrijas que también era algo diferente y genuino de aquellas fiestas.
A veces por enfermedad o vacaciones el reparto lo hacían otras personas pero para mí no era igual. Resultaba un reparto descafeinado y falto de interés yo era carmelista hasta la medula, incluso la furgoneta tenía otro brillo diferente creo que también ella era carmelista.



Mi infancia fue transcurriendo, como los días de reparto para Carmelo. Con el tiempo me acerque al mundo del obrador y trabajé durante un tiempo como aprendiz en la misma panadería de Carmelo, donde descubrí que Carmelo no era panadero, era repartidor de pan y no sabía hacer pan, pero para mí siempre será Carmelo el panadero.